El conflicto armado colombiano ha causado heridas en lo más privado de nuestra vida; ha creado momentos de encuentros y desencuentros entre el cuerpo y la mente. Ha fragmentado la esperanza y, a la vez, fortalecido la resiliencia de las comunidades afectadas, quienes se han convertido en su mejor red de apoyo, transformando experiencias dolorosas en espacios de sanación y reconciliación.
Imagen: Unidad para las Victimas
Sobreviviendo al caos
La historia cruenta de Colombia ha determinado la forma de interacción y de relacionamiento de la población. La desconfianza entre ciudadanos es el resultado de una cultura de la violencia, que se encuentra arraigada en muchos territorios como el único mecanismo de resolución de conflictos. Sobrevivir a la sevicia ha generado confrontaciones emocionales, desintegración de lazos familiares y sociales: algunos se restablecen y otros se pierden en el caos de la violencia.
La transición social y política que vive actualmente el país afecta la percepción de seguridad, creando miedos e inestabilidad emocional. Se trae al presente un pasado donde se silenció la vida, se vivió el desplazamiento forzado y se prohibieron prácticas culturales fragmentando el sentido de comunidad.
Los territorios que se encuentran en medio de disputas criminales son, en consecuencia, los que registran el mayor porcentaje de personas con afecciones mentales generadas por el conflicto. De hecho, según El Observatorio Nacional de Salud, en Colombia las víctimas del conflicto armado cometen 1,6 veces más intentos de suicidio que la población general. Por tanto, haber padecido algún hecho victimizante producto del conflicto interno armado aumenta considerablemente los riesgos asociados a la ideación y conducta suicida.
Como respuesta a esta situación, la salud mental comunitaria ha sido la mejor aliada para las comunidades, ya que combina el apoyo emocional bajo un enfoque multicultural. Asumir desafíos colectivos de esta índole solo es posible fortaleciendo el vínculo comunitario y abriendo caminos conjuntos hacia la sanación.
El lenguaje transformador de la herida
En las vivencias traumáticas de las víctimas, inicialmente se descubren relatos de rabia, frustración e impotencia, emociones que se han ido resignificando por medio de la construcción de espacios y relaciones de bienestar. Estos procesos se deben a la narrativa textil colectiva, al descubrimiento de nuevos talentos y liderazgos, y a estrategias significativas que facilitan el diálogo y el encuentro.
La salud mental comunitaria fomenta la participación y el fortalecimiento de vínculos personales, familiares, sociales e institucionales. Además, es una buena iniciativa para dinamizar la reconciliación por medio de prácticas sociales y culturales. Es evidente que, la sanación y el tejido social no se logra a través de decretos, porque se construye a diario desde el perdón y la dignidad de la memoria colectiva.
La ley de victima 1148 de 2011 establece la obligatoriedad en la atención psicosocial e integral a víctimas del conflicto armado, bajo un enfoque diferencial. Por otro lado, La Ley de Salud Mental 1616 de 2013, incorpora en la atención integral la creación de un centro comunitario de salud mental, para prevenir los riesgos psicosociales desde el interior de la comunidad.
El rol protagónico de las comunidades
El saber popular es un gran apoyo en momentos de crisis; es una fuente potencial que crea cercanía, pertenencia e identidad, factores que permiten que las personas se sientan reconocidas desde el dolor y validadas a partir de sus emociones.
Un ejemplo de ello es la red de madres de jóvenes asesinados en Quibdó. Su capacidad organizativa las llevó a construir espacios de sanación, siendo ellas mismas su apoyo psicosocial. Inicialmente, no tenían ayuda profesional; sin embargo, las historias, el llanto y la sed de justicia se transformaron en resiliencia comunitaria. Hoy, su sufrimiento se ha hecho visible y sus voces escuchadas, facilitando espacios autónomos de salud mental colectiva en tiempos de violencia.